Ha acabado la fiesta,
varias mujeres se han ido y se han llevado
consigo a sus hijas pequeñas.
Siempre he sido muy tímido y hoy más que nunca
le he tenido miedo a tanta gente.
Me han hecho daño.
He decidido esconderme debajo de una mesa.
Ahora tambaleo entre los zapatos
de señoras apestosas y arrugadas.
Voy paseándome de mesa en mesa
intentando buscar un lugar más cómodo,
pero siempre encuentro que el lugar donde empezé
fue el mejor.
De pronto, siento que no estoy solo.
A mi costado una niña de casi mi misma edad
está llorando.
Yo la veo y le pregunto qué es lo que le pasa.
Ella me dice que ha terminado la fiesta y
no han quedado caramelos para ella.
Yo le digo que la fiesta es de mi mamá
y que yo sé donde guarda
los caramelos.
Emocionados, nos paseamos entre las mesas
para llegar al lugar prometido.
Una vez allí nos damos cuenta que el sitio es muy alto
y que ninguno de los dos llega.
Ella echa a llorar.
Yo no puedo hacer otra cosa.
La sujeto de las piernas y la empujo hacia arriba,
ella ve como el frasco de caramelos aparece
frente a ella como un sol en la mañana.
Sus lágrimas se secan y echa a reír.
Empieza a comerse todos los caramelos de la jarra.
Yo ya he desaparecido para ella.
Ahora no importan más que ella y los caramelos.
No te preocupes -le digo- mientras yo esté aquí,
te sostendré para que puedas coger todos los caramelos
que quieras, derrepente, si gustas, me invites uno.